Una trufa es un hongo hipogeo (subterráneo) comestible que crece asociado a las raíces de un árbol y en simbiosis con él. Habitualmente se encuentra en encinas, robles o coscoja. El aspecto de una tuber melanosporum o trufa negra, tanto por fuera como por dentro, es oscuro y en su interior tiene unas vetas blancas que se distinguen con facilidad por toda la trufa.
La parte exterior de la tuber melanosporum presenta verrugas en forma piramidal y su consistencia es dura. Su aroma y su sabor son muy intensos y característicos. Se puede comer tanto crudas como cocinadas, pero hay que tener presente que cuanto más sube la temperatura, más desaparecen los aromas, que no el sabor, de la misma.
La tuber melanosporum crece en nuestras tierras de forma silvestre, pero la mayor parte de la trufa que consumimos es de plantación. En Aragón se recolecta del 15 de noviembre al 15 de marzo, llegando, en algunos casos, a encontrarse tardías durante el mes de abril. La trufa negra aparece en suelos francos, aireados y con mucha piedra.
El 95 % de las trufas que se producen en Aragón pertenecen a plantaciones, ya que, prácticamente, no queda nada silvestre. Es fundamental apostar por la calidad del producto y por la preservación de los espacios.
Una vez que se recoge cada trufa hay que limpiarla manualmente de forma individual con cepillos especiales y agua fría, que es analizada periódicamente. Luego, según disponga el productor, pasa por un proceso de limpieza con ultrasonidos y el secado se hace de forma natural con aire forzado.
Es muy importante que se conserven en frío, a una temperatura de entre 1 y 4 grados, y solo se envasan en el momento de servir. Además, las trufas deben contar con un registro sanitario, que avale que el producto se ha recogido y envasado en las condiciones óptimas para su consumo.
Trinidad Usón Gasca
Truficultora de Zaragoza
Foto: Gabi Orte/Chilindron.es